Contra la publicidad oficial

Publicado en Zócalo, noviembre de 2010

A la publicidad oficial se le discute más con codicia que con ánimo crítico. Se trata de uno de los asuntos más espinosos en el análisis de los medios de comunicación en México.

La publicidad oficial antecede y condiciona nuestra apreciación sobre el sistema de medios en este país. Prácticamente todos hemos vivido en un entorno en donde la presencia de las inserciones pagadas del gobierno federal –y cada vez más de gobiernos e instituciones estatales de todos los niveles– ha formado parte de nuestra apreciación de los asuntos públicos.

Imaginemos que en este país los gobernantes no estuvieran acostumbrados a construir en los medios ese espejo de sí mismos, parcial e interesado, que constituyen los anuncios pagados. Supongamos que no hubiera gacetillas en la prensa escrita y que los noticieros de televisión no fueran interrumpidos por mensajes de gobernadores ansiosos de presencia pública. Figurémonos un país en donde lo que se dijera en los informativos de la radio fuese resultado del trabajo de los reporteros y de la agenda de los conductores pero, en absoluto, consecuencia de pautas publicitarias eufemísticamente denominadas “plan de mercado”.

En ese país imaginario la percepción que los ciudadanos tendrían de sus gobernantes sería la que resultase del desempeño al conducir los asuntos públicos y no de líneas ágata o minutos pagados con dinero de los contribuyentes. En ese país hipotético en el que especulamos con algo de masoquismo, no habría gobernadores que se anuncian en televisión nacional aunque con mensajes supuestamente dirigidos únicamente a los ciudadanos de una sola entidad federativa, ni secretarios de Estado que se consideran obligados a ufanarse de cada puente, escuela, cancha deportiva o consultorio médico que inauguran ellos o el presidente de la República.

Todos se auto promueven

Ese país ficticio no lo hemos conseguido porque, a pesar de los avances que hemos logrado para consolidar la democracia representativa, el tema de la propaganda oficial no se ha encontrado, con seriedad, en la agenda de ninguna fuerza política. Hemos construido importantes instituciones para garantizar prerrogativas como el voto, los derechos de las personas y el acceso a la información pública. Pero cada nueva institución de la democracia mexicana se añade a los organismos cuyas relaciones con los medios de comunicación se encuentran articuladas, en buena medida, por el dinero que gastan en propaganda.

El Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el  ahora llamado Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos, que tienen funciones y por lo general orientaciones plausibles que los distinguen de otros organismos del Estado, suelen mimetizarse con la política de propaganda del gobierno de Veracruz, el de Yucatán o el de Campeche, o con los estilos publicísticos de Caminos y Puentes, la Secretaría de la Reforma Agraria o el Instituto Politécnico Nacional.

Más allá de sus numerosas singularidades e incluso aunque sean conducidas por funcionarios de distintas adscripciones partidarias o de variadas convicciones cívicas, todas esas dependencias e instituciones coinciden en una práctica vistosa y onerosa: el empleo de dinero público para promocionar su desempeño y, en ocasiones, para hacerles propaganda a los funcionarios que las encabezan.

A ese estilo de relación entre el Estado y la sociedad nos amoldamos hace décadas. Rostros benignos, ademanes magnánimos, lemas virtuosos, logros auténticos o abultados por los guiños amables de la propaganda, nutren las frecuencias de televisión y radio así como las páginas de prácticamente todos los medios impresos en el país.

Solamente unos cuantos diarios, de los varios centenares que se editan en toda la República, podrían subsistir sin el suministro de recursos financieros que significan las inserciones pagadas de las más variadas instituciones del Estado. Entre las revistas, ninguna de las publicaciones más serias en la discusión y difusión cultural y política resistiría con facilidad la desaparición de los anuncios oficiales y la gran mayoría de ellas sucumbiría sin tales recursos.

En la televisión nacional la compra de espacios pagados por parte de gobiernos de todos los rangos, desde el Ejecutivo Federal hasta municipios cuya modestia uno supondría incapaz de sufragar tales gastos, se ha convertido en presencia constante. La radio, se encuentra cada vez más desnaturalizada por prácticas como el “paqueteo” que es como se denomina a la venta conjunta de anuncios reconocibles como tales junto con menciones aparentemente espontáneas pero resultado de compromisos contantes y sonantes.

Pegar para que paguen

Antaño circunscrita a la prensa escrita, la publicidad oficial se encuentra en los manejos habituales en todos los medios (ya existe, también, en Internet) y forma parte de la cultura política mexicana. Por eso es tan difícil su examen desde el análisis periodístico e incluso desde la crítica académica. No solo se trata de una usanza tan extendida que la inexistencia de esa publicidad oficial nos parecería extravagante –prácticamente inverosímil–. Además, como hemos señalado, será difícil que haya un solo espacio de difusión del pensamiento, en los medios de comunicación, que no se encuentre respaldado por los anuncios de algunas instituciones estatales.

Se trata, por ello, de un asunto incómodo. El dinero que fluye gracias a las órdenes de inserción –y que nunca es tan generoso con la prensa escrita como con los medios electrónicos– significa siempre, de manera inevitable, compromisos o titubeos. Si usted es director o jefe de redacción de una importante revista de opinión en donde se anuncia, por ejemplo, el gobierno de Veracruz, siempre lo pensará dos veces antes de publicar un texto en donde se cuestionen los abusos políticos del gobernador Fidel Herrera Beltrán.

Las notas desfavorables a un gobernante o funcionario pueden suscitar la cancelación de órdenes de inserción aunque, en algunos casos, quizá lleguen a ser motivo para que la oficina de prensa del personaje así cuestionado compre más páginas de publicidad política con tal de silenciar, de esa manera, tales reparos. Del “no pago para que me peguen” que proclamó con tanto descaro patrimonialista el presidente José López Portillo cuando explicó por qué no había publicidad de su gobierno en la revista Proceso, en ocasiones hemos transitado al “pego para que me paguen” del periodismo escandaloso y chantajista que puede encubrirse con las más variadas coartadas ideológicas.

La prensa de orientación conservadora, de la misma forma que la prensa identificada con la izquierda, se equiparan en este asunto con el viejo pero funcional periodismo priista en donde la adquisición de espacios pagados articulaba las relaciones entre el gobierno y los medios impresos. Esa costumbre ha extendido, al campo de los medios, aquella desfachatada máxima según la cual vivir fuera del presupuesto es vivir en el error (¿o era en el terror?).

El Estado propagandista

El problema central en esa relación viciada por el dinero fiscal que se filtra de manera siempre discrecional a los medios de comunicación no radica únicamente en las restricciones a la libertad de prensa y la capacidad de manipulación que las instituciones del Estado obtienen sobre los medios gracias a tales recursos. La dificultad esencial se encuentra en la forma de organización estatal y en el tipo de sociedad que son capaces de auspiciar y mantener esa relación.

Un Estado democrático no requiere inserciones pagadas para legitimarse delante de los ciudadanos. Una sociedad abierta no tendría que soportar el gasto publicitario de sus instituciones gobernantes. La publicidad oficial existe a partir de supuestos siempre autoritarios y/o paternalistas. El gobernante que considera necesario gastar recursos públicos para anunciar que las carreteras están abiertas al tránsito, que los profesores dan clases en las escuelas públicas o que hay programas de capacitación para los policías, supone que solo de esa manera tales obras serán conocidas por los ciudadanos. Se trata de un gobernante que tiene tan escaso aprecio por esos ciudadanos que considera que los puede convencer a golpes de spots y planas pagadas.

La publicidad oficial cumple con un ritual del viejo sistema político. Cuando en México no había diversidad entre los partidos, o las posiciones distintas al partido oficial se encontraban tan débiles o tan perseguidas que no tenían casi presencia pública, los gobernantes acostumbraban crear remedos de unanimidad con la compra de inserciones pagadas que ni siquiera presentaban como tales.

El presidencialismo totémico propiciaba el beneplácito por la vía del clientelismo, o disimulaba por la fuerza las desavenencias. Era común decir, con sorna y a veces resignación, que el talante lisonjero se encontraba tan extendido en la administración pública que cuando el titular del Ejecutivo preguntaba “qué horas son”, el coro de incondicionales a su alrededor se apresuraba a reiterar “la hora que usted quiera, señor presidente”.

La publicidad oficial era, desde entonces, la versión periodística de aquel ánimo zalamero. De las gacetillas apenas disimuladas entre las notas que eran resultado del trabajo de las redacciones, la prensa transitó a inserciones pagadas claramente identificables como publicidad pero igualmente onerosas para el presupuesto público. De allí a los spots en televisión y radio y luego a las campañas que se mantienen a fuerza de “infomerciales” en donde los gobernantes son promovidos con técnicas de mercadeo y a costa de cuantioso dinero fiscal, la publicidad de este corte ha sido cada vez más insistente y profusa.

Estalinismo mediático

La publicidad oficial ha sido la versión mexicana de los grandes anuncios espectaculares y de las estatuas monumentales que abundaron en los países del viejo socialismo “realmente existente”. Pero a diferencia de la reacción de quienes depusieron a los gobiernos despóticos en Alemania Oriental, Hungría o la antigua URSS y lo primero que hicieron fue derribar las estatuas de los antiguos líderes estalinistas, en México la transición política tuvo resultados diferentes. Aquí, los beneficiarios de la alternancia en el poder se entusiasmaron tanto con esa creación de efigies mediáticas que forja la publicidad oficial que no solamente la mantuvieron, sino incluso la multiplicaron.

El gasto publicitario durante el gobierno del presidente Vicente Fox aumentó cada uno de los seis años de aquella gestión y lo mismo está sucediendo con el gobierno del presidente Felipe Calderón. Los gobernantes del PAN gastan más, desde Los Pinos, de lo que gastaban los de por sí propagandísticamente dilapidadores gobernantes priistas. La otra diferencia, es la utilización de cada vez más dinero para satisfacer la exigencia de publicidad pagada de las televisoras.

Un Estado con cauces de interlocución constantes y eficaces respecto de los ciudadanos, no necesitaría comprar espacios para anunciarse. Si las obras públicas, las escuelas o los servicios de salud funcionan, no hace falta que desde el gobierno se nos recuerde la existencia de esos servicios. Así que cuando alguna de tales obras o actividades es publicitada a cargo del gasto de una institución, es porque no marcha como se dice, o porque el gobernante a cargo de ellas quiere obtener beneficio político por hacer su trabajo.

Cuando un gobernante anuncia lo que ha hecho, gasta dinero público para divulgar que ha cumplido el trabajo para el que lo eligieron y por el cual los ciudadanos le pagan un salario. La publicidad oficial es una de las expresiones más gravosas y rimbombantes de simulación democrática.

Engañosos espejos

Aparentemente la publicidad oficial tiene un flanco virtuoso cuando permite financiar proyectos mediáticos en los que hay contenidos de calidad. Esa circunstancia ha contribuido para que su discusión sea escasa y a veces disimulada, en comparación con la intensa presencia pública que alcanza la propaganda del gobierno.

Suponer que esa publicidad debiera ser preservada porque de cuando en cuando respalda proyectos nobles o socialmente útiles, elude las consecuencias principales que implica el Estado propagandista. El financiamiento a proyectos de comunicación de calidad podría mantenerse con una ley de ayudas a la prensa y  los medios electrónicos como las que existen en varios países de Europa. Pero además es deseable que todo esfuerzo comunicacional capaz de suscitar el interés de la sociedad sea respaldado, al menos en parte, por los propios ciudadanos.

En defensa de la publicidad oficial también se dice que el Estado necesita espacios para promover acciones y difundir medidas de beneficio social. Para eso, basta con el tiempo estatal que todavía existe en televisión y radio y que podría ser utilizado esencialmente en campañas de orientación y prevención.

La publicidad oficial debería ser erradicada de las costumbres políticas mexicanas. Mientras se mantenga, será indicio tanto del autoritarismo del poder político, como de la resignación de una sociedad habituada a que le muestren la imagen auto indulgente de los gobernantes que se promocionan con cargo al dinero público.

Para que tuviéramos un país libre de publicidad oficial haría falta que los gobernantes admitieran construir con la sociedad una interlocución civilizada, que los medios de comunicación estuvieran dispuestos a dejar de nutrirse en las finanzas públicas y que los ciudadanos rechazaran los engañosos espejos, creados a modo del poder político, que hoy inundan páginas y pantallas.


Un comentario en “Contra la publicidad oficial

  1. […] En la televisión nacional la compra de espacios pagados por parte de gobiernos de todos los rangos, desde el Ejecutivo Federal hasta municipios cuya modestia uno supondría incapaz de sufragar tales gastos, se ha convertido en presencia constante. La radio, se encuentra cada vez más desnaturalizada por prácticas como el “paqueteo” que es como se denomina a la venta conjunta de anuncios reconocibles como tales junto con menciones aparentemente espontáneas pero resultado de compromisos contantes y sonantes. Ver artículo completo en MEDIOCRACIA.COM […]

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