Publicado en Nexos, julio de 2009
También el Caramuela llevaba tapabocas. Capturado a fines de abril Gregorio Sauceda Gamboa, jefe en Matamoros del Cártel del Golfo, fue traído a la ciudad de México para cumplir con el ritual mediático que se despliega cada vez que se anuncia un golpe policiaco. Flanqueado por varios soldados, el Caramuela enfilaba su mirada dura hacia los fotógrafos que capturaban la escena. Aunque él lo tenía enrollado en el cuello, tanto sus guardianes como el narcotraficante portaban cubrebocas, igual que millones de mexicanos en esos días.
La epidemia que agobió al país no impidió la exhibición de ese nuevo logro en el combate al narcotráfico. Sin duda era una aprehensión relevante. Pero además las autoridades querían ufanarse de ese encarcelamiento porque la legitimación televisiva se ha convertido en una de sus prioridades.
La costumbre de exhibir como piezas de caza a los delincuentes capturados se ha convertido en parte de la cultura social y mediática sin que nadie le encuentre reparos. Desde que, en los años 60, el mítico y pedestre semanario Alarma introducía a sus fotógrafos a los separos judiciales para registrar la catadura de los criminales más atroces, se generalizó la costumbre de acompañar los éxitos policiacos con una dramatizada dosis de registros mediáticos.
El afán para cortejar a los medios con revelaciones y filtraciones, siempre en busca de espacios destacados, ha llevado a las autoridades policiacas a deformar sus propias acciones como en diciembre de 2005, cuando armaron un montaje para que las televisoras transmitieran en directo la pretendida aprehensión de una pandilla de secuestradores… que habían sido detenidos varias horas antes (en esa ocasión fue capturada la francesa Florence Cassez, cómplice de aquella banda).
A los jefes del narcotráfico también les ha seducido la exposición en los medios. A veces para amagar a las pandillas rivales y también para inyectar más temor en una sociedad abrumada de hechos delincuenciales, algunos capos buscan resonancia mediática para sus crímenes.
Los recados que dejan junto a sus víctimas tienen como destinatarios a otros delincuentes, o a las autoridades, pero también a televidentes y lectores de diarios. La policía les da publicidad cuando preserva los escenarios criminales y propicia que fotógrafos y camarógrafos retraten cabezas cercenadas y otras expresiones de la brutal acción de esas pandillas.
La política de comunicación de los narcos los ha llevado a colocar mantas en vías públicas para amenazar a Ejército y mandos policiacos. En todo el país, medios electrónicos e impresos reproducen con docilidad esos mensajes. Editores y jefes de redacción suelen argumentar que, aunque despreciables y desagradables, las mantas de los narcotraficantes y las fotografías de sus crímenes son noticia. Sin duda allí hay noticia, pero los medios de comunicación nunca son intermediarios asépticos y acríticos de los contenidos que reproducen.
Al colocarlas en primeras planas o al destacarlas en los noticieros, los medios que actúan de esa manera se convierten en voceros de los delincuentes. A veces lo hacen por miedo. En Tamaulipas y Sinaloa, varias redacciones han sido atacadas como represalia por la publicación o la omisión de noticias alusivas a los narcos. El asesinato y la desaparición de varios periodistas han tenido la misma causa.
El temor de los editores y reporteros que no quieren ser instrumento pero tampoco víctimas de los delincuentes, en algunos casos los ha llevado a abstenerse de publicar cualquier información relacionada con el narcotráfico. No siempre pueden cumplir ese propósito. En otras ocasiones, sobre todo en diarios y televisoras de la ciudad de México el afán de espectacularidad, cobijado en la coartada de que se trata de hechos que son noticia, conduce a la difusión de imágenes de extrema violencia.
Tales escenas se han vuelto tan frecuentes que no pocos lectores y televidentes han perdido capacidad de asombro e indignación ante ellas. Por otra parte en ocasiones los reporteros, al mimetizarse con la picaresca del submundo del narcotráfico o al contribuir ellos mismos a vulgarizarla, trivializan los hechos criminales. Cuando la prensa propagó complacientemente el seudónimo de “El pozolero” –el individuo que según se dijo se dedicaba a desintegrar con sosa cáustica los cadáveres de víctimas del cártel de Tijuana– creó una nueva leyenda delincuencial en lugar de contribuir a la condena social de esos crímenes.
Para informar sin ser rehenes del morbo ni de los cárteles, los medios podrían establecer algunas normas de conducta editorial: negarse a publicar imágenes escabrosas y a reproducir textualmente mensajes de los delincuentes, destinar a páginas interiores o a segmentos no relevantes las noticias de esa índole, rechazar los rumores, evitar hacer panegírico de los delincuentes. Esas medidas tendrían eficacia solamente si todos los medios se adhirieran a ellas y las cumplieran. Lamentablemente los periódicos y las televisoras, tan quisquillosos como son cuando se les proponen parámetros éticos, siguen rehusándose a un compromiso así.