Crítica del periodismo crítico

Nexos, noviembre de 2007

   “Apenas llegados a Constantinopla, la prensa se encargó de volcar sobre nosotros un torrente de rumores, invenciones y conjeturas que no acababan nunca. La prensa, que no tolera que haya el menor vacío en sus informaciones, no escatima nada para colmarlos. Para que la simiente no se pierda, la naturaleza se encarga de desparramarla pródigamente a los cuatro vientos. La prensa procede de un modo parecido. Coge todos los rumores que encuentra al paso y los echa al voleo, aumentados en tercio y quinto. Y para que se confirme una versión veraz, hay cientos y miles de noticias que mueren en flor. A veces, pasan unos cuantos años hasta que la confirmación llega. Y se daban también casos en que el momento de la verdad no llega nunca”.

   Con documentada amargura, León Trostsky deploraba en esos términos las versiones que aparecían en la prensa europea cuando, expulsado de la Unión Soviética, llegó a Estambul en 1929. Algunos de los diarios más importantes insinuaban que la disputa con Stalin era solamente una mascarada para que el antiguo Comisario de Guerra soviético estableciera un proyecto expansionista en Turquía. Esas versiones le perjudicaban, ocasionándole la animadversión de varios gobiernos en Europa.

   Aquel reproche consignado por Trotsky en su autobiografía (Mi Vida, publicada inicialmente en 1930) pareciera describir la situación del periodismo que tenemos ocho décadas más tarde. A la prensa le resulta más fácil propalar rumores que investigar acontecimientos. Y una vez que la maquinaria del rumor comienza a andar, en esos mismos espacios periodísticos el comentario de versiones parciales, o sin confirmar, magnifica y en ocasiones legitima los chismes consagrados como noticia.

   Cuando el revolucionario ruso escribió aquella lamentación del sensacionalismo periodístico, ya eran conocidas las interrogaciones que es preciso responder para que exista una información completa:

qué, quién, cómo, dónde, cuándo. No hay escuela de periodismo que no enseñe esas cinco divisas y difícilmente habrá reportero que reconozca su desinterés por cumplirlas. Sin embargo la prensa está repleta de informaciones parciales e imprecisas. La sustitución del periodismo por el estrépito y de la información por la crispación son la contraparte de las resistencias que suelen presentar los medios –tan exigentes con todos y con todo– para autocriticarse.

   Dominado por la subyugante aunque por definición efímera compulsión de la primicia, al periodismo le suele interesar más la urgencia informativa que el rigor contextual cuando da a conocer un acontecimiento. Diarios y noticiarios están repletos de notas que no dicen con claridad qué sucedió, pero que sobre todo suelen omitir los sujetos, las formas, el momento y el sitio de los hechos que comunican. Las noticias son, por lo general, enunciados desprovistos de alguno de esos cinco parámetros esenciales. La premura en el trabajo de los reporteros, la costumbre de mantener a los públicos en estado de sobresalto permanente y el interés de algunos de los protagonistas de las noticias para que solamente se den a conocer versiones fragmentarias, influyen para que tengamos informaciones que no reúnen los cinco elementales requerimientos que indican las normas profesionales.

   Ese periodismo de información deficiente favorece a su vez, entre otros factores, la existencia de un periodismo de opinión rudimentario. A los cinco principios de la información profesional se añade el sustantivo porqué cuando el periodismo, además de enterar, aspira a ofrecer explicaciones de un hecho. Esa es la causa, a la vez que la finalidad, del periodismo de interpretación. Columnas, artículos y editoriales tienen, o al menos eso se supone, tal propósito. Pero en un periodismo tan fallido para responder a las cinco cuestiones esenciales de ese oficio también es frecuente que en vez de explicaciones se ofrezcan admoniciones.

 

Seis desdeñados ayudantes

   Rudyard Kipling recordó esa media docena de requisitos al cabo de un relato para niños publicado cuando comenzaba el siglo XX: Yo tengo seis honestos servidores / que me enseñaron todo lo que sé / sus nombres son qué, dónde y cuándo / y cómo y quién y porqué. / Los mandé por mar y tierra / Los envié al oriente y al poniente; /  y después de que tanto trabajaron / los dejé descansar tranquilamente. En la prensa de opinión de hoy en día, demasiado a menudo, a esos fieles ayudantes se les manda a descansar antes de tiempo.

   El periodismo crítico, tanto en la prensa escrita como en los medios electrónicos, contribuye poco, y por lo general deficientemente, a la comprensión de los sucesos públicos. Igual que el periodismo de información, se sustenta mucho más en dichos que en hechos. Abomina de los datos duros, aparentemente porque fechas, citas y cifras fatigan a los lectores pero quizá fundamentalmente porque es más sencillo borronear una opinión que arriesgar y sobre todo documentar una explicación. Le importunan las comillas acaso porque quienes lo hacen suponen que hemerotecas y documentos son recursos para la historia y no para la crónica del presente que es el periodismo.

   Así realizado, el periodismo de opinión no suele ayudar a entender lo que sucede sino a desconcertarnos o aturdirnos, añadiendo reprimendas, interjecciones o irritaciones a los temas de actualidad. El periodismo, sobre todo en diarios impresos y noticiarios electrónicos, por lo general tiene que ser rápido y breve. Y es peliagudo exponer en 30 líneas, o en menos de dos minutos, una idea compleja como las que se requieren para ubicar a un acontecimiento en su contexto además de interpretarlo y trazar sus posibles escenarios.

   A esos imperativos de espacio y tiempo se debe, en alguna medida, la propensión de los comentaristas a resolver las situaciones más complejas con retahílas de lugares comunes. De la misma forma, es más fácil adjetivar que dilucidar. La crítica en el periodismo está condicionada por los apremios propios del ritmo acelerado con que se procesan y comentan las noticias. Pero quienes hacen ese periodismo, parapetados en los clichés, por lo general no se esfuerzan por dominar tales limitaciones.

   Para la crítica periodística –desde luego hay excepciones, aunque pocas– analizar equivale a elucubrar. Con enorme frecuencia los comentaristas dejan a un lado la exposición de hechos y se dedican a conjeturar. El análisis de casi cualquier acontecimiento requeriría de un entramado argumental que ni el espacio ni el rating parecen estar en condiciones de propiciar. Por eso al razonamiento, en el periodismo, con frecuencia lo suplantan las impresiones.

   El comentarista de asuntos noticiosos a menudo se convierte él mismo en el centro del espectáculo. El tono personal (me parece que… yo creo que… pues yo opino…) habitualmente enmascara como juicios autorizados los que, carentes de hechos y demostraciones, son simplemente impresiones subjetivas. En unas cuantas frases, el periodismo simplificado de esa manera suele otorgar reconocimientos y, sobre todo, asignar sanciones con enorme ligereza. Si un comentarista considera que un gobernante es ruin o tramposo o, por el contrario, si le parece íntegro y auténtico, podrá contribuir a que la gente así lo piense tan solo con echar a andar cualquiera de esos calificativos. Las opiniones privadas, entonces, se convierten en famas públicas.

   Al prescindir de la exposición de hechos en la que forzosamente se apoya cualquier argumentación y limitarse a ofrecer una sentencia, por añadidura casi siempre terminante, el periodista de opinión tiende a convertirse en pontífice: las cosas son así porque lo digo yo. El empleo excesivo de la primera persona del singular tiende a reforzar ese principio de autoridad. El opinador público cuenta con franquicia para dispensar absoluciones y imputaciones gracias al privilegio de expresarse en los medios.

 

Trascendidos intrascendentes

   El periodismo admonitorio se respalda en la eficacia del veredicto verbal y las frases hechas. El refranero se convierte en manantial de justificaciones instantáneas. Por ejemplo, no son pocos los comentaristas políticos –incluso algunos habitualmente serios– que se empeñan en considerar que, en esos menesteres, lo que parece es. Si aparentemente ocurrirá o se está fraguando algo, esos analistas le darán visos de certeza a tal posibilidad como si fuera un hecho. Así también, la tendencia a considerar que el que calla otorga puede llevar a conclusiones desacertadas –a veces, quien calla simplemente no quiere decir algo pero no por eso acredita lo que se sospecha de él–.

   Impelidas por el motor de la murmuración, las falsedades se desatan como en espiral. Si de una persona se dice algo que los medios consideran irrefutable, la gran mayoría lo da como cierto aunque no haya evidencias de ello. Si alguien se atreve a formular dudas acerca de esa imagen artificiosamente construida, se le califica como ingenuo, insincero o hasta cómplice. ¿Cuántos casos no hemos conocido de presuntos culpables que a la postre no lo son pero a quienes la habladuría mediática consideró, tachó y sentenció como tales?

   La propagación de versiones incomprobadas llega a ser no únicamente aderezo sino, con frecuencia, la médula de numerosos espacios de presunto análisis en la prensa. En México las columnas políticas han tenido una relevancia que es difícil encontrar en otros países. Durante la segunda mitad del siglo XX la mayoría de ellas fue instrumento de las élites gobernantes para transmitirse mensajes y señales. Siempre constituyeron, además, una suerte de escotilla por la cual los ciudadanos podían asomarse a los vericuetos y cenáculos del poder.

   En un país ahogado entre la ausencia de espacios para la expresión libre y el monopolio de la política a cargo no solo de un partido único sino, con frecuencia, de un totémico y todopoderoso presidente, era entendible que las columnas cumplieran con una función articuladora y en ocasiones incluso relajante entre distintos segmentos del poder. Para la sociedad interesada en los asuntos públicos las revelaciones o trascendidos que ofrecían eran significativas, a falta de información y transparencia. Pero con las transformaciones políticas de los años recientes, que se aunaron a un ejercicio auténtico de la libertad de prensa, las filtraciones dejaron de ser relevantes y en numerosas ocasiones se han convertido en hablillas acerca de la vida privada de los personajes públicos o en simples y flagrantes mentiras.

   Todos los días se publican trascendidos que anuncian nombramientos, destituciones y acciones del poder que nunca llegan a cumplirse. Los autores de esos textos de pretendido análisis político parecieran suponer que los lectores tienen la memoria hueca y prácticamente nunca reconocen cuando equivocan sus pronósticos. Pero cuando aciertan se encargan de recordarle al lector, durante varios días, la primicia que tuvo la ventaja de conocer en ese espacio periodístico.

 

Pobreza de interlocutores

   La fascinación de la prensa por las filtraciones y su admonición desprovista de pruebas son directamente proporcionales a la escasez de parámetros éticos. Cierto corporativismo gremial, pero sobre todo una marcada intolerancia a cualquier escrutinio por parte de la sociedad, han llevado a numerosos colectivos de periodistas y sobre todo a algunos de quienes ejercen la crítica periodística de manera más conspicua, a rechazar la creación de códigos de ética.

   Esos inventarios de reglas y compromisos para hacer periodismo son un recurso para precisar y eventualmente impulsar parámetros de calidad profesional. En ausencia de ellos y sin leyes capaces de reconocerles derechos a los ciudadanos en el terreno de los medios, cuando una persona se considera afectada por una opinión malinformada, o dolosa, puede enviar una rectificación al medio en cuestión. Entonces tiene que resignarse a padecer regateos y desdenes a veces interminables. Durante todo el siglo XX, la legislación mexicana privó al ciudadano prácticamente de cualquier recurso delante de los medios aunque recientemente, con motivo de las reformas en materia electoral, el derecho de réplica quedó establecido en la Constitución.

   Quizá la proclividad al denuesto y las murmuraciones comience a declinar gracias a la reglamentación del derecho de réplica, junto con el desatascamiento de los procedimientos judiciales para que los ciudadanos se inconformen ante difamaciones o calumnias en la prensa (en 2007 los delitos de prensa fueron despenalizados y, ahora, afrentar o desacreditar les podrá costar dinero a medios y periodistas que lucren con esas prácticas). Pero las indigencias profesionales del periodismo en México no se resolverán con acciones judiciales sino en un proceso de creciente contraste y diversidad entre los medios y, sobre todo, gracias a la exigencia que el periodismo crítico encuentre en sus principales interlocutores.

   Los políticos, por lo general, evitan confrontarse con la prensa aunque los haya descalificado y calumniado. En vez de ello tratan de mostrarse obsequiosos (a veces literalmente) con los periodistas que los han hecho víctimas de versiones inexactas. En lugar de enviar aclaraciones, prefieren el reproche discreto y establecer una relación de mutuos compromisos con el periodista y/o con el medio que los han maltratado.

   Los propietarios de los medios suelen tener relaciones difíciles con los periodistas que comentan asuntos públicos, sobre todo cuando consideran que las opiniones críticas afectan a sus negocios. Quizá no hay un solo diario o medio electrónico de relevancia en México que no arrastre una cauda de renuncias y despidos de periodistas de opinión que han tenido apreciaciones distintas a las que son dictadas por el interés corporativo de las empresas de comunicación.

   Y con sus públicos el periodismo crítico mantiene una relación débil, con escasa interlocución a pesar de los recursos que ofrecen el correo electrónico y otros espacios de interacción en línea. Numerosos lectores de la prensa de opinión y sobre todo radioescuchas y televidentes aplauden cuando encuentran que los comentaristas coinciden con sus puntos de vista y reprenden cuando no es así. El público por lo general no busca elementos de juicio sino ratificar el criterio que ya tiene sobre los asuntos públicos.

   En ausencia no sólo de un entorno político capaz de constituirse en interlocutor (y no en comparsa ni rehén del periodismo crítico) y sobre todo a falta de públicos razonablemente exigentes, el periodismo de opinión con frecuencia es refractario a la crítica. Todo eso está cambiando, pero en México todavía hay conductores y periodistas que ejercen despiadadamente el periodismo de opinión pero que no admiten que su trabajo esté bajo la lupa de los ciudadanos o de aquellos a quienes afecta lo que dicen y dejan de decir.

   La creación de observatorios de medios de comunicación y la apertura de sitios y blogs en donde incluso otros periodistas hacen la crítica del periodismo supuestamente crítico, se pueden constituir en recursos para nutrir de contrastes y, eventualmente, de retroalimentación a una prensa habitualmente arisca a discutirse a sí misma. Mientras tanto, el periodismo de opinión seguirá siendo un ejercicio abusivo y sin contrapesos o, en otros casos, inevitablemente ingrato. Recientemente el español Javier Marías, que además de espléndidas novelas escribe textos de opinión, describía la sensación de publicar en el vacío que con frecuencia deja el periodismo de ese género (entrevistado por Juan Cruz en El País Semanal del 23 de septiembre de 2007): “Lo que sí hago es decir lo que opino y no callarme las cosas que me parece que están muy mal. Hay gente que lo agradece mucho. Una de las peores cosas que tiene el ser columnista es la sensación de fracaso permanente, y eso no ocurre con la literatura”. Y, ni modo, no todos podemos escribir novelas.

Un comentario en “Crítica del periodismo crítico

  1. Me parece que la crítica periodística no debe inscribirse solamente dentro del periodismo de opinión. Se debe tener en cuenta como un elemento consustancial del periodismo. Aunque muchos medios de prensa lo olviden. Por supuesto que cada género condiciona el tipo de crítica que debemos hacer. No se escriba de igaul forma una información que una crónica. Por ejemplo en un reportaje por sus caracterísitcias se puede ejercer juicios sobre cualquier hecho.

Deja un comentario