Gobernar para los medios

La Crónica, 28 de junio de 2002

Dice la cantinela infantil que en el juego de Juan Pirulero cada quien atiende a su juego. Parece fácil pero, más allá de los corrillos y retozos, en la vida pública una de las tareas más arduas es que cada quien haga lo que le corresponde.

   En el México de estos tiempos las atribuciones y responsabilidades de los actores públicos se han confundido de tal manera que, al menos aparentemente, nadie sabe para qué trabaja.

   El gobierno tiene dificultades para cumplir con sus tareas sustantivas; no hay que olvidar que gobernar es mandar, regir, dirigir. Y entre lo que más de echa de menos en estos días es un rumbo claro para el país.

   Los legisladores dedican poco de su tiempo a hacer leyes y casi todo lo invierten en la especulación y las pugnas, especialmente dentro de sus partidos. Los rezagos que esa actitud implica se advierten no solo en las numerosas áreas en las que no contamos con legislación vigente y moderna sino también, cada vez más, en la deteriorada fama pública de senadores y diputados.

   Las circunstancias nacionales han llevado al poder judicial a intervenir en los más variados asuntos, desde el horario de verano hasta la definición de las atribuciones presidenciales. Ante el estancamiento en el quehacer político estamos arribando a un régimen en donde el sistema representativo y las facultades de legisladores y gobernantes, quedan supeditadas a la discrecionalidad de los jueces.

 

En busca de consenso mediático

   Nadie atiende a su juego. Peor aún, no hay juego en equipo ni dentro del gobierno o el Congreso, ni entre esos poderes.

   Sin embargo todos los actores políticos parecieran estar prioritariamente interesados en atender al contrapoder, poder fáctico o poder salvaje –como le denomina en politólogo italiano Luigi Ferrajoli– que constituyen los medios de comunicación.

   Tanto para justificar omisiones y errores como para hacerse presentes en la sociedad, legisladores, dirigentes, magistrados y gobernantes buscan presencia constante –y desde luego favorable– en los medios de comunicación.

   Aparecer a cuadro en alguno de los principales noticieros nocturnos y ganar un par de minutos en los programas de noticias en la radio, se han convertido en prioridades a veces superiores a la elaboración de una iniciativa de ley, el examen de un proceso judicial o las decisiones pertinentes para que la administración pública funcione.

   Buscar espacios en los medios y de esa manera delante de la sociedad es, desde luego, una actitud pertinente. De esa manera los actos y dichos de los hombres (digamos también que las mujeres, para no resultar políticamente incorrectos) del poder, quedan expuestos delante de los ciudadanos. El consenso que gobernantes o legisladores ganaron en las urnas se ratifica o debilita, y en contadas ocasiones crece, gracias a la presencia que tienen en los medios de comunicación. Los medios, especialmente la televisión y la radio son, para bien y para mal, las nuevas ágoras

   Sin embargo cuando las tareas legislativas o de gobierno, entre otras, quedan supeditadas a una frenética y a veces en varios sentidos costosa búsqueda de plazas mediáticas, las responsabilidades públicas comienzan a difuminarse.

   Cuando un secretario de Estado, o un diputado, se preocupan por aparecer en los medios –o por lo que se diga de él en espacios mediáticos– más que por desempeñar el trabajo para el cual fueron designados o electos, el cumplimiento de sus obligaciones comienza a desfigurarse.

   Más que comunicar acciones y proyectos en muchos casos se busca, entonces, persuadir acerca de ellos y quienes los ejecutan. El consenso en la sociedad se confunde con la aquiescencia mediática.

Gobernar, en esas condiciones, tiende a convertirse en una tarea de relaciones públicas o de mercadotecnia y no en el despliegue de habilidades políticas, técnicas y profesionales que exigiría la observancia de las obligaciones legales de los gobernantes.

   Por supuesto gobernar es, en alguna medida, comunicar. Pero la comunicación tiene sentido, en ese plano, cuando el gobierno tiene acciones o decisiones respecto de las cuales sea preciso que informe a los ciudadanos.

   En cambio, cuando la comunicación se vuelve un fin en sí misma la tarea de gobernar queda supeditada a factores y presiones extra institucionales y extra legales. Y sobre todo se convierte en un ejercicio hueco aunque vistoso, en donde se persigue más la aureola de la notoriedad que la corresponsabilidad o la madurez de la sociedad.

 

Oficinas personales de prensa

   Esta semana el presidente Vicente Fox se reunió con casi todos los miembros de su gabinete. Las informaciones periodísticas indican que en esos encuentros el titular del Ejecutivo dio la misma instrucción: acudan a los medios para dar a conocer qué hace cada área del gobierno, informen constantemente, comuniquen.

   Tal recomendación tendría que ser innecesaria ya que la administración pública federal cuenta con numerosas, y a veces costosas, oficinas de comunicación social. Más que infraestructura y capacidad técnica para informar acerca de las acciones del gobierno, lo que han faltado son políticas claras para el desempeño de tales áreas.

   Por tradición e inercia, pero también a consecuencia del autoritarismo del sistema y la cultura política mexicanos, habitualmente esas oficinas de prensa se preocupan por promover y cuidar la imagen del titular de la dependencia para la cual trabajan y no por informar acerca de las acciones y los proyectos de cada secretaría u organismo gubernamental.

   Muchos jefes de prensa (o de comunicación social, como se dice ahora) consideran que están al servicio de un funcionario y no de una dependencia de la administración pública. Esa creencia es alimentada por la costumbre pero también, por los formatos preponderantes en los medios de comunicación de masas que tienden a propagar la imagen personal de los funcionarios relevantes más que los rasgos de la institución que encabezan.

 

Imagen que es fama pública

   En la administración pública, como en otras tareas, imagen es sentido: al ser propagado en filmaciones y fotografías, el aspecto de los funcionarios públicos se convierte en referencia icónica de la dependencia que encabezan.

   En muchas ocasiones ese efecto es injusto con la complejidad y el perfil auténtico de numerosas secretarías y organismos gubernamentales. La SEP es mucho más que la imagen personal e institucional de don Reyes Tamez; en la Secretaría de Comunicaciones hay intereses y tradiciones que trascienden los que encarna Pedro Cerisola; y desde luego la política exterior mexicana no surge de las decisiones ni de la discutida presencia pública de Jorge G. Castañeda.

   Quizá por eso preocuparon tanto las declaraciones del secretario de Hacienda la semana pasada: al responsable de la economía nacional es difícil dispensarle que se arriesgue en la cuerda floja de la especulación, aunque sea solo en el terreno de las declaraciones.

   La identificación de la institución con la imagen individual de quien la encabeza, resulta más intensa en el caso de la presidencia de la República. Ese es, desde su definición constitucional, un poder unipersonal. Los ciudadanos eligen a un individuo cuya imagen (que no es solo la apariencia individual sino la suma de trayectoria, compromiso, contexto y figura entre otros atributos) les ha convencido para responsabilizarlo de la conducción del gobierno y así, en buena medida, del país.

   El actual presidente mexicano tiene una catadura bien definida. Gracias a ella se singularizó respecto de los políticos tradicionales y hace dos años convenció a muchos electores de que tendría un comportamiento distinto. Como suele ocurrir en las competencias electorales contemporáneas fuertemente influidas por los medios, la imagen personal fue muy relevante en el triunfo de Vicente Fox.

   Aquella era la imagen de un candidato retador e incluso, bravucón. El hombre de las botas que hablaba de víboras tepocatas con desfachatez suficiente para vilipendiar abiertamente a sus rivales políticos, alcanzó una intensa definición mediática que gustó a una considerable cantidad de mexicanos.

   Luego sin embargo, esa imagen no fue ajustada para que resultase congruente con la nueva responsabilidad del licenciado Fox. Aunque haya dejado los pantalones vaqueros para los fines de semana y tenga asesores que le escriben sus discursos el presidente de la República, por lo menos en los primeros meses de su gobierno, siguió teniendo facha de retador y vocinglero.

   Esa apariencia ha sido contradictoria con los retos que el mandatario ha tenido que asumir. El tono imperativo de Fox como candidato, o como presidente que recién llegaba a ese cargo, ha sido modulado por la realidad.

   El presidente ya ha conocido la diferencia entre reclamar desde la oposición y gobernar –por añadidura, acotado por un panorama de competencia y exigencia políticas–.

   Sin embargo ni él, ni sus asesores de imagen, han logrado construir una imagen congruente con su nueva circunstancia política. La apariencia del candidato jactancioso que se decía capaz de resolver grandes problemas en unos cuantos minutos, o que prometía cambios drásticos tan solo gracias a la sustitución de los antiguos gobernantes por un nuevo equipo, ha entrado en contradicción con la mesura e incluso la modestia a las que está obligado como presidente.

 

Comunicar, prioridad presidencial

   Oposición política reacia a responsabilizarse con acuerdos de alcance nacional, economía presionada por debacles externas y aprietos domésticos, sociedad crecientemente desconfiada: esas son algunas de las coordenadas en las que debe desempeñarse el gobierno actual.

   Para enfrentar esas circunstancias, el presidente Fox ha querido acudir intensa y reiteradamente a los medios de comunicación. Son bien conocidas la inquietud prácticamente obsesiva del presidente por su popularidad personal y la confianza entusiasta que tiene en las encuestas.

   En todo el mundo a los gobernantes les preocupa su presencia pública. Ese es un comportamiento de lo más natural. El destino político de esos personajes y la evaluación social que habrá de realizarse acerca de sus obras dependen, al menos en parte, del beneplácito que susciten entre sus gobernados.

   Quienes ejercen el poder en México no son excepción a esa proclividad al aplauso entre sus conciudadanos. Sin embargo la que en otros sitios es preocupación adicional a las prioridades políticas principales (la marcha de la economía, las alianzas políticas, etc.) en nuestro país en ocasiones se convierte en el asunto de mayor interés para quienes nos gobiernan.

   La costumbre de acudir a las encuestas antes de tomar decisiones viene, por lo menos, del sexenio de Carlos Salinas y se mantuvo durante la gestión de Ernesto Zedillo. Pero la inquietud cercana a la ansiedad que provoca la disminución de unos cuantos puntos en su popularidad resulta especialmente manifiesta en el presidente Fox. Si los presidentes anteriores gobernaron con encuestas, el actual pareciera estar decidido a gobernar para ellas.

   Su preocupación por la imagen –la suya personal y la de su gobierno– le ha llevado al presidente Fox a prescribir que sus colaboradores, como prioridad, atiendan a los medios. Sin embargo es muy difícil que el gobierno tenga una estrategia de comunicación eficaz si no hay temas de relevancia, densidad e interés social suficientes.

 

Sin proyecto, contenidos pobres

   Para comunicar no basta la intención. Ni siquiera es suficiente con disponer de medios de amplia propagación. La comunicación es, antes que nada, contenido. Y en los mensajes del gobierno a menudo ese es un valor escaso.

   Hoy en día la comunicación gubernamental es pobre en contenidos, en primer lugar porque carece de un proyecto de país –y de gobierno mismo– en el cual pueda respaldarse. A los mensajes oficiales les falta aliento y perspectiva porque, cuando publicitan alguna medida, lo hacen sin la visión que siempre dan las metas y objetivos claros, por discutibles que puedan resultar para los ciudadanos.

   Además se trata de una comunicación depauperada porque, por lo general, carece de novedades. Si el presidente Fox acostumbra repetir todos los días lo mismo en sus discursos, es natural que los mensajes a partir de ellos sean también monótonos y carezcan del atributo de la sorpresa.

   Es difícil suponer que esos mensajes vayan a cambiar mientras las acciones del gobierno sigan, en lo fundamental, supeditadas a la inercia de la administración pública.

   El gobierno desde luego trabaja, toma decisiones, emprende medidas, realiza e inaugura obras, mantiene funcionando los servicios básicos. Pero casi todo ello ocurre gracias a rutinas de trabajo que ya existían, antes de que Fox y sus colaboradores ocuparan la presidencia y las secretarías de Estado.

 

Nuevos soberanos

   Un mensaje reiterado, cuando su repetición es innecesaria, se convierte en superfluo y, a fuerza de ser machaconamente publicitado, llega a ser fastidioso para sus audiencias.

   Un mensaje sin contenidos puede llamar la atención inicialmente, si es presentado de manera atractiva. Pero a la postre será identificado como un mensaje vano. Y un mensaje hueco es un mensaje adverso tanto en la publicidad comercial como, especialmente, en la de carácter político.

   Por eso, aunque su interés para acudir a los medios sea muy intenso, el presidente Fox no podrá tener una comunicación satisfactoria si antes no ejerce un gobierno que sea, por lo menos, regularmente eficaz. La mercadotecnia ayuda –a veces ayuda mucho– pero no hace milagros.

   Los medios, por muy intensiva que sea su utilización, no  remedian las carencias del contenido. Lo que sí pueden hacer, y esa es una consecuencia frecuente y contraproducente, es reemplazar las pobrezas del discurso público con murmuraciones y especulaciones. Entonces los medios se convierten no en intermediarios entre el poder y la sociedad sino en los constructores primordiales de la agenda, los contenidos, la trama y a menudo el desenlace de los asuntos públicos.

   Es como en la copla de Juan Pirulero: cuando alguien no atiende a su asunto siempre hay quien lo sustituye, aunque sea a costa de distorsionar los objetivos y las reglas del juego. Con una élite política más preocupada por “comunicar” que por gobernar y que en ese afán les asigna una relevancia todavía mayor a la que tienen por sí mismos, los medios se han convertido en los nuevos soberanos de la vida pública. Ellos –es decir, quienes los manejan y poseen– sí saben hacer su juego.

Correo electrónico: rtrejod@infosel.net.mx

Página web: http://raultrejo.tripod.com/

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